domingo, 19 de febrero de 2017

Heridas del tiempo

Él escribía. Escribía, escribía y escribía. Escribía apasionadamente, tanto como vivía su vida. Escribía en el servicio, tanto el privado como el público. Escribía en cafés y en hostales remotos que solo conocen las carreteras estadounidenses. Vaya si escribía. Algunos jurarían que escribía hasta dormido, pero no lo saben, pues mientras él estaba escribiendo los demás dormían. Escribía tanto que a veces solo escribía acerca de lo mucho que escribía: "Oh, si es que escribo hasta lo que he escrito", se decía. 
Hasta que llegó el fatídico día en que dejó de escribir. No volvió a tocar ni una sola pluma. "Fuera. Dieta de letras. No escribir durante un mes. Empiezo mañana. Ya no escribo, no, ya no."
Y, entonces, nada especialmente reseñable ocurrió. Dejó de escribir sin motivo aparente.

Este pequeño texto fue el primer recuerdo que pude rescatar de aquellos años. Continuamente anotaba la mayoría de cosas que pasaban por mi cabeza, hasta que me quedaba sin temas y debía recurrir a lo más simple para volverlo complicado. Cleo siempre me decía que cuidara esa tendencia a enredar lo cotidiano, que andara con ojo en los idus de marzo y que no quisiera cruzar con los semáforos en rojo con el pretexto de que dicho color solo es una interpretación del cerebro. Cleo me cuidaba mucho, temía que, con el tiempo, me convirtiera en una máquina que hace ruido al procesar.
Como es previsible, me convertí en esa máquina (no preguntéis cuál, pero una vieja y abominable) que constantemente emitía ruidos patéticos y penosos. También es cierto que tomo muy en consideración las lecciones morales de gente ya fallecida.
    No sería capaz de ubicar el extracto en ningún momento de mi vida, solo sé que estaba Cleo y que yo bebía mate en mis días enfermos. Mi cama solía ser larga y ancha por mi estatura. Los pies se me salían en miríadas noches. Y mi subconsciente trataba de arreglar el problema haciendo que mi cuerpo se recostara en diagonal. La cama donde duermo ahora debe ser aún más grande, pues no se me salen las pezuñas como en aquella época. 
Mi casa también era como yo: alta y angosta. Cleo se enfadaba repetidas veces conmigo porque siempre dejaba misivas y otros encargos en los estantes superiores, los cuales ella solo podía alcanzar si se subía en un taburete o, por contra, si queríamos hacerlo más divertido, sobre mis hombros. Si alguien se subiera en mis hombros ahora como mucho solo podría alcanzar la vitrina media de la cocina (en todo caso, ambos saldríamos de una forma u otra gravemente lesionados).
    Quizá escribí aquella historieta en el despacho del jardín. Ahí no entraba nadie excepto yo. De hecho, encontré el relato ahí mismo, en un polvoriento cajón donde solía guardar mis diarios y recortes de eslóganes graciosos: «¡Abrazos gratis tan solo por un chelín!» y muchos otros juegos de los que Cleo y yo disfrutábamos. Incluso guardaba los propios juegos de palabras que Cleo componía cuando caía en unos de mis vaivenes nostálgicos: «En universos para ti uní versos, y como la psique mando voy poemas así quemando; así que mando, pues no soy elocuente por más que te lo cuente, pero por mí, báñate en el mar y posa». Guardé todas estas roturas del lenguaje porque sabía que me ayudarían cuando ya no estuviese. Cleo se cuidó también de esconder mis digresiones de cuando nos íbamos de viaje. Muchas veces pensé en quemarlas, pero le encantaban, como cuando fuimos de crucero por Grecia.

Robges y Gosarama eran dos hermanos, conocidos como los «Pseudógrafos», mofa por parte de los literatos macedonios Corazárt y Obag, los cuales tenían un sobrenombre cada uno (entendiéndose que fueron ideados por sus rivalidades literarias): el primero; «Corta Zares», y el segundo; «el de las Teticas de Perra». 
Ambas parejas coincidieron en el viaje de bodas hacia Creta y el rey Minos les tendió una trampa. Nuestro dúo tragimágico se mezclaría, ambos tendrían que hacer acopio del compañerismo consolidado durante la etapa de la infancia para superar su terrible obstáculo: la lanza de Teseo en el laberinto.
    Finalmente, la gesta concluyó alegremente. Gosarama y Corazárt domesticaron a un minotauro durmiente, el cual asesinó al autoritario Teseo; Obag y Robges embaucaron a un alquimista, Dédalo, con una sugerente idea de mercado: fabricar más alas de serumen para así obtener una comisión de nuevos visitantes que hayan de huir del laberinto. Así lo hizo y acabaron por robar alas suficientes para que todos pudieran escapar.

Los cuatro acabaron haciendo el amor en la orilla del Mediterráneo. 


Se acabaron los circunloquios cautivos. Las arrugas de mi rostro degeneran todo conato de sonrisa provocada por el pasado. Sigo haciendo un ruido patético y penoso, y es estimulado por el sentimiento nostálgico de lo que fue una vida; de lo que fueron los aromas de la cafetería donde solía escribir, la neblina de la ciudad por las mañanas y el rocío que empañaba los coches (el perfecto modelo de paisaje urbano), los sucesos nada reseñables que ocurrían en esta, The Smiths sonando distorsionados en radios... E incluso escribir nimiedades. 

Sueño aún que me trae un mate. Che, pero cómo quema la garganta.





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