lunes, 27 de febrero de 2017

Lucerna

Tenue luz que entra y recae
desde la claraboya hasta la mesita
blanca del salón.
Leve, delicada brisa que zarandea

nuestro pelo oscilando el aire
como las olas en el mar;
la sequedad salina de unos labios
tras huir de ese mar.

La luna, que titila en unos ojos
diáfanos, ahogada en lágrimas de
agua dulce donde nadan peces de colores.

Rayos que parten árboles como si
fuesen miradas, que no estacan arboledas, sino almas;
donde en lo natural también radica lo bello.

domingo, 19 de febrero de 2017

Heridas del tiempo

Él escribía. Escribía, escribía y escribía. Escribía apasionadamente, tanto como vivía su vida. Escribía en el servicio, tanto el privado como el público. Escribía en cafés y en hostales remotos que solo conocen las carreteras estadounidenses. Vaya si escribía. Algunos jurarían que escribía hasta dormido, pero no lo saben, pues mientras él estaba escribiendo los demás dormían. Escribía tanto que a veces solo escribía acerca de lo mucho que escribía: "Oh, si es que escribo hasta lo que he escrito", se decía. 
Hasta que llegó el fatídico día en que dejó de escribir. No volvió a tocar ni una sola pluma. "Fuera. Dieta de letras. No escribir durante un mes. Empiezo mañana. Ya no escribo, no, ya no."
Y, entonces, nada especialmente reseñable ocurrió. Dejó de escribir sin motivo aparente.

Este pequeño texto fue el primer recuerdo que pude rescatar de aquellos años. Continuamente anotaba la mayoría de cosas que pasaban por mi cabeza, hasta que me quedaba sin temas y debía recurrir a lo más simple para volverlo complicado. Cleo siempre me decía que cuidara esa tendencia a enredar lo cotidiano, que andara con ojo en los idus de marzo y que no quisiera cruzar con los semáforos en rojo con el pretexto de que dicho color solo es una interpretación del cerebro. Cleo me cuidaba mucho, temía que, con el tiempo, me convirtiera en una máquina que hace ruido al procesar.
Como es previsible, me convertí en esa máquina (no preguntéis cuál, pero una vieja y abominable) que constantemente emitía ruidos patéticos y penosos. También es cierto que tomo muy en consideración las lecciones morales de gente ya fallecida.
    No sería capaz de ubicar el extracto en ningún momento de mi vida, solo sé que estaba Cleo y que yo bebía mate en mis días enfermos. Mi cama solía ser larga y ancha por mi estatura. Los pies se me salían en miríadas noches. Y mi subconsciente trataba de arreglar el problema haciendo que mi cuerpo se recostara en diagonal. La cama donde duermo ahora debe ser aún más grande, pues no se me salen las pezuñas como en aquella época. 
Mi casa también era como yo: alta y angosta. Cleo se enfadaba repetidas veces conmigo porque siempre dejaba misivas y otros encargos en los estantes superiores, los cuales ella solo podía alcanzar si se subía en un taburete o, por contra, si queríamos hacerlo más divertido, sobre mis hombros. Si alguien se subiera en mis hombros ahora como mucho solo podría alcanzar la vitrina media de la cocina (en todo caso, ambos saldríamos de una forma u otra gravemente lesionados).
    Quizá escribí aquella historieta en el despacho del jardín. Ahí no entraba nadie excepto yo. De hecho, encontré el relato ahí mismo, en un polvoriento cajón donde solía guardar mis diarios y recortes de eslóganes graciosos: «¡Abrazos gratis tan solo por un chelín!» y muchos otros juegos de los que Cleo y yo disfrutábamos. Incluso guardaba los propios juegos de palabras que Cleo componía cuando caía en unos de mis vaivenes nostálgicos: «En universos para ti uní versos, y como la psique mando voy poemas así quemando; así que mando, pues no soy elocuente por más que te lo cuente, pero por mí, báñate en el mar y posa». Guardé todas estas roturas del lenguaje porque sabía que me ayudarían cuando ya no estuviese. Cleo se cuidó también de esconder mis digresiones de cuando nos íbamos de viaje. Muchas veces pensé en quemarlas, pero le encantaban, como cuando fuimos de crucero por Grecia.

Robges y Gosarama eran dos hermanos, conocidos como los «Pseudógrafos», mofa por parte de los literatos macedonios Corazárt y Obag, los cuales tenían un sobrenombre cada uno (entendiéndose que fueron ideados por sus rivalidades literarias): el primero; «Corta Zares», y el segundo; «el de las Teticas de Perra». 
Ambas parejas coincidieron en el viaje de bodas hacia Creta y el rey Minos les tendió una trampa. Nuestro dúo tragimágico se mezclaría, ambos tendrían que hacer acopio del compañerismo consolidado durante la etapa de la infancia para superar su terrible obstáculo: la lanza de Teseo en el laberinto.
    Finalmente, la gesta concluyó alegremente. Gosarama y Corazárt domesticaron a un minotauro durmiente, el cual asesinó al autoritario Teseo; Obag y Robges embaucaron a un alquimista, Dédalo, con una sugerente idea de mercado: fabricar más alas de serumen para así obtener una comisión de nuevos visitantes que hayan de huir del laberinto. Así lo hizo y acabaron por robar alas suficientes para que todos pudieran escapar.

Los cuatro acabaron haciendo el amor en la orilla del Mediterráneo. 


Se acabaron los circunloquios cautivos. Las arrugas de mi rostro degeneran todo conato de sonrisa provocada por el pasado. Sigo haciendo un ruido patético y penoso, y es estimulado por el sentimiento nostálgico de lo que fue una vida; de lo que fueron los aromas de la cafetería donde solía escribir, la neblina de la ciudad por las mañanas y el rocío que empañaba los coches (el perfecto modelo de paisaje urbano), los sucesos nada reseñables que ocurrían en esta, The Smiths sonando distorsionados en radios... E incluso escribir nimiedades. 

Sueño aún que me trae un mate. Che, pero cómo quema la garganta.





domingo, 5 de febrero de 2017

Almas hidrófanas

Me diste más de una razón para marcharme;
cerrar tu puerta tras de mí y
huir bajando tus escaleras
que ahora sentirían la desazón de mis pies
sobre el yeso enmohecido
(ya húmedo pero no por mis lágrimas sino
por las de alguien que sí te quiso)
y yo sí que te amaba y por eso no lloro
y por eso no rompo los escalones
bajo mi paso insepulto 
(mis intenciones amatorias fueron siempre
subrepticias)
yo te decía: "te quiero como la p a la q cuando
se encuentran de paseo"
pero para ti era inaceptable porque
pensabas que cada una seguiría su camino
(al andar)
y que la u maltrataría a la q al llegar
a casa y la p solo podría acabarse su petaca
de vino y dormir largo rato, abatida
(éramos el sol y la luna porque
yo te soñaba de día mientras que tú
lo hacías de noche)
tenía solo una oportunidad para corroer
el pomo de tu puerta e incluso Hilas
le hubiera dicho que no a tu mirada de ondina
meliflua, pero en ese momento
tú fuiste Artemisa y le quisiste regalar
a este impertinente Acteón un
diente de león mientras guillotinabas
con el pestañeo de tus ojos pardos
todos los motivos por los que ejecutar mi marcha;
cerrose el portón y al girarme
(incluso siendo el gran bobo como yo solo
podía ser)
nos encontramos.


Hilas y las Ninfas, John William Waterhouse