domingo, 24 de junio de 2018

La flor en el laberinto


   Cuando duerme yo la miro. Me acerco y ella me acaricia la cabeza, me acepta en su sueño y me dejo abrazar. Me relaja escuchar su respiración. Cuando duerme sola me relaja mirarla e imaginar qué ve. La miro y ella entorna sus ojos verdes de una hermosura maligna.
Perdida como una flor en medio de un laberinto. Yo la miro y ella me cuenta todo. Y ríe, y llora. En la tempestad de sus lágrimas hasta Njörd zozobraría. Se queja porque soy lacónico. Ella no me entiende. No entiende que es difícil hablar con una lengua tan áspera. Entonces le doy una cabezadita, mirándonos de frente. La niña de mis ojos.

   A veces me despierto y no encuentro nada. Y miro a ver qué hay por la ventana y no hay nada. Me cuelgo de la balaustrada y me vuelvo a quedar dormido. Cuando estoy solo salgo a deambular y veo a más de los míos, pero no me dicen nada. Muchos parecen estar tranquilos en la sombra. No sé qué es lo que busco en esos paseos, pero siempre vuelvo a casa antes de que anochezca, con la sensación de haber perdido algo que se me escapa, de haberme quedado atrás en la carrera hacia el sol y la luna.

   Un día arribé de mi salida y me esperaba tumbada en el sofá. Me alegró verla pero creo que ella no lo supo, o quizá no lo vio. Me arrulló con caricias y besos; su piel transmitía un magnetismo casi mágico o chamánico, y la envolvía un aura dorada como si toda ella fuera un medio para un ritual crisopéyico.
   Entonces, en el momento previo a alcanzar el sueño, me dijo: «te quiero», y yo, con la inexorable felonía de una tragedia griega, respondí con un leve maullido.


Gustave Caillebotte