jueves, 4 de abril de 2019

El crepúsculo de los dioses

   La tormenta ya había empezado. Un revestimiento de nubes negras cubría el cielo en su totalidad. Solo la luz perpetrada por los rayos que azotaban la tierra permitían iluminar ese mundo ahora oscuro. El apetito de los lobos estaba, pues, saciado. La lluvia arrasó todo cuanto pudo, y anegó pueblos y aldeas en las profundidades de mares ya olvidados.

   Bajó de su carro y contempló el océano desde el borde de un acantilado. Sus ojos helados contemplaban con absoluta serenidad el caos y la destrucción, la revolución de las aguas contra la roca y la tierra. Echó hacia atrás su capa empapada y acarició con delicadeza la cabeza de su martillo. Sus dedos, desgastados y sucios hasta las más pequeñas hendiduras de las uñas, recorrieron las runas grabadas sobre el cuerpo del martillo, que más bien parecían bordadas con hilo dorado. Clavó su mirada en las aguas, una mirada ya encendida, airada, en unos ojos donde el fuego danzaba vehemente, con ganas de escapar y sumirlo todo en llamas; destellos y chiribitas chocaban entre sí.

   Entonces fue cuando del mar emergió una gran sierpe. Tan grande que podría enrollarse sobre el mundo y morderse su propia cola. Y de su boca emanaba un hálito emponzoñado que lo pudría todo. Los dientes, grandes como montañas, conducían el veneno como estas conducen los ríos. Y con sus grandes fauces, le esbozó una sonrisa con sorna después de pronunciar su nombre, supuestamente temido por todos en todos los reinos... Se miraron y en sendos ojos se avivaba aquel fuego que acabaría con la vida de ambos.
   Desenvainó el martillo, impregnado por relámpagos y destellos fulgurantes, rebosante de energía. La gran sierpe emergió finalmente y se mostró imponente, habiendo superado con solo un movimiento varias veces la altura de la Torre de Babel.

   Ya había comenzado. El principio del fin. La última batalla de la última guerra. Cinco pasos atrás y... había llegado. El crepúsculo de los dioses.


Henry Fuseli 1788 

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