Mira su propia figura en el agua. Sobre su cabeza se mece el reflejo de la Luna y su arcano significado. Sonríe y piensa: todo fluye. Se acuerda de viejas canciones, de amor y sabores que le trajeron la vida. O que al menos le dieron cierto sentido. Pero el nefario destino y el veneno de una sierpe se lo arrebató. ¿Cómo alguien puede tener fe en las personas?, se pregunta, tras la muerte ominosa, horrible y, ante todo, cotidiana, de la persona que él amaba. En este cuento no quedaste impune, apicultor infame.
Y en ese momento, empieza a caminar río adentro. Está dispuesto a reencontrarse. Consigo mismo, con ella, no lo sabe. Lo satisfactorio es que no lo sabe. Por primera vez camina sin dirección alguna. Deja tras de sí un camino de gotitas de sangre, que se deslizan del puñal que sustituyó por la guitarra.
Y mientras se sume en las aguas de Neptuno, murmulla: «Eurídice, Eurídice...»
James McNeill Whistler |