Todavía eran las cuatro de la mañana cuando estaba en quirófano. Un accidente de moto requirió operación de urgencia, un bigardo francés se rompió (entre otras cosas) la pierna izquierda. En este fatídico caso su tamaño supuso un grave problema, ya que al romperse una pierna podría decirse que se rompió varias. El gigante circulaba tranquilamente cuando un anciano cruzó sin ser a penas consciente de la situación, la moto iba a la velocidad estipulada por las leyes de tráfico, pero el motorista se vio obligado a torcer su rumbo esporádicamente y eso le supuso un buen trompicón contra el muro de una floristería. La dueña era una señora mayor a la que la consternación de ver sus petunias y alhelíes yaciendo en las acequias pudo con ella, y expiró de sí un largo llanto, tanto que ya en lontananza del suceso, los testigos del incidente creyeron tener aún en sus cabezas la sirena de la ambulancia.
Poca cosa conocíamos sobre el salvador de ancianos francés, a excepción de que su moto ha quedado ya totalmente escacharrada y que su pierna izquierda casi corrió la misma suerte. Federico sería el cirujano que se encargaría de operarle. Antes del accidente, el doctor Federico se dirigía a su casa en un auto bastante ostentoso. Él siempre fue el hombre que todos esperaban que fuera. Se sentía orgulloso de sí mismo. Era joven, de unos treinta y pocos, no estaba casado más que con su profesión (como le gustaba pensar), aunque cuando era un adolescente tuvo una relación con una chica que se llamaba Helena y venía a Francia de intercambio de estudiantes. Pensaba que se casaría con ella y que tendrían muchos hijos, pero gratamente el azar deshizo el posible cliché y los libró a ambos de una vida tediosa y monótona. Federico llevaba siempre relojes de la marca más cara. Se sentía seguro al llevar atado en su muñeca un constante e inaudible tic-tac. Quería tenerlo todo planeado, todo bien ordenadito y que pudiera servirlo en la mesa a la hora que llegasen los invitados. ¿Champán? Por supuesto, lleva ya más de cuarenta y cinco minutos en el congelador, en unos diez minutos lo descorcharemos. Asimismo también era muy dado a la lectura, si bien en sus estanterías primaban libros sobre medicina y anatomía, también era muy aficionado a la literatura clásica, siendo un fiel admirador de los realistas rusos como Chéjov o Tolstói. Nunca se dejó llevar por la fantasía ni el idealismo.
Al llegar a su casa, lo primero que hizo fue dormir. Una larga jornada de trabajo lo hubo fatigado, y sin más preámbulos, se desvistió y su cabeza acogió la cómoda almohada. Durante el descanso, su subconsciente empezó a maquinar, y el magín del médico soñaba que estaba en el hospital. Claro, todo el día ahí encerrado... El hospital prácticamente era donde residía. Entonces, súbitamente, se vio en su quirófano habitual, donde debía hacer un trasplante de corazón a una joven estudiante debido a una fuerte insuficiencia cardíaca. Su rostro le era lo suficientemente familiar como para que le incomodase verla desnuda. No le molestaba realmente abrirle el pecho, ese era su trabajo, pero aquellos ojos cerrados le recordaron exactamente a unos párpados que él mismo tuvo que cerrar. Se dijo que no duraban mucho en vida las mariposas.
Antes de proceder a la operación, Federico le echó un vistazo a su lengua y comprobó que su color era el correcto. Hizo un ademán de pedir el bisturí, pero estaba completamente solo, él y la paciente. Atravesó la hoja como en un trozo blando de papel. Hizo una forma de I en el torso de la chica y vio su interior. Del súbito espanto, se levantó casi asfixiado y sudando.
Ahora se encontraba con el talludo francés en la camilla. Lo miraba y pensó que era hermoso. Tal vez no fuera el perfecto adonis adormecido, pero le gustaba ese temple que le transmitía. Las patillas rubias que continuaban hacia un pelo más bien castaño y denso. La rectitud de sus cejas apaciguaban su temperamento (trastocado por el sueño que tuvo horas antes). En esos momentos, Federico exhaló y rogó por favor a sus ayudantes médicos si podrían abandonar el quirófano por unos momentos. Sí, sí, todo irá bien, solo necesito estar a solas con el paciente, les decía, váyanse a por un café mientras tanto, el asunto nos llevará horas con este bicho.
Se empezó a sentir más cómodo con la sala vacía. A Federico había algo que le inquietaba. Con su paciente amodorrado por la anestesia, necesitaba comprobar algo. Se recolocó las lentes y se secó el sudor. Miraba al francés, y con severa solemnidad, le desnudó dejándole el torso al descubierto. Su pecho para él era un vasto desierto, donde confluían dos dunas de ceniza en el plexo solar. Quiso dejar lo que estaba haciendo y recapacitar. Entró una asistente y la echó rápidamente, no quería que se le molestase, no, su ritual debía de ser íntimo y fiel al sueño que lo perturbó anteriormente.
Esta vez le costó más incidir en el pecho de su paciente y hacerle la forma de la I. Lo abrió en canal con delicadeza, hasta con cariño, sintiendo el dulzor de la ocasión. Sin más circunloquios poéticos, Federico procedió a examinar el interior de su busto, y esta vez se desmayó dándose un golpe en seco en suelo. Donde debía haber un corazón, habitaba una flor de loto.
Tras el desvanecimiento, despertó solo en el quirófano, junto al cuerpo abierto de una paciente.
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Ninfas y Sátiro, Bouguereau |