Sé que Anastasia ahora mismo piensa en Claude. Ambas están enfadadas porque una le dice a la otra que es tan pero luego replica su semejante que no sabe qué es ser tan. Ellas son tan. Y aunque ellas no lo sepan yo sé que ambas miran con los mismos ojos a la gran gota que está a punto de desbordarse por su ventana. Ambas piensan en llamarse e imaginan qué clase de conversación podrían tener.
—He tocado el piano esta tarde.
—¿Bach?
—Mozart.
—Lautrec.
—Boba.
—Claude.
Me apena un poco que me hagan pensar en Aquiles y Patroclo. Un amor fallido, un amor muerto porque ninguno de los dos supo decirle al otro que lo quería. Al menos uno de los dos no supo, o al menos no hasta que llegó aquel día de desgarramiento y Aquiles tuvo que aceptar que su verdadero punto débil fue la muerte de su amado y no su talón.
Algunas personas son lo suficientemente arriesgadas como para amar a alguien que no sean ellos mismos o algún animalito entrañable. No lo criticaré, pero nunca he llegado a comprenderlo. Anastasia y Claude tampoco lo entienden, pero sienten algo, intuyen algo que no puede pasar jamás por el intelecto y racionalizarlo.
Y qué curioso que el único momento en que se buscan sea el sueño. Que cada una en su propia vigilia ansíe encontrarse la una con la otra, o que la otra se encuentre con la una. Y es el único momento en que las palabras, el entendimiento, se transforma en besos y abrazos y calor y un dolor dulce les recuerda que han de despertar.
—¿Qué tal has dormido hoy?
—¿Estaba durmiendo?
—La flecha de Paris.
—El arco de Skadi.
—Te caes...
—...y te levanto.
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Lucretia, Béla Tarcsay |