Un día se fue a dormir y no recordó haberse despertado nunca más. Vivía en un letargo muy profundo y protagonizaba su nueva vida dentro del sueño. En ella era una persona querida, afamada y fácilmente obtenía cuanto quería. Simplemente, era el dios de su propio mundo, por lo que tanto poderío acabó por cansarle.
No solo estaba cansado de ser un dios, sino que tampoco le valía vivir como un mísero. La imaginación en pleno estado del sueño no puede abarcar situaciones moderadas; busca siempre el extremo, la hiperbolización de la realidad onírica.
La ensoñación seguía su curso, en ese mundo donde no podía dormir por temor a no volver a despertar y sumirse en un bucle continuo. Desesperado, empezó a instigar a todas las personas del sueño -a muchas de las cuales, o no las conocía o eran bebés o animales parlantes como aquella mosca que le pidió fuego o ese bebé que le cambiara su chupete por un preservativo- a que le despertasen, que había zozobrado en un sueño sin retorno. Todos le solían contestar que no existía tal retorno, que lo único que le quedaba era retorcerse.
Unos días más tarde, después del ciclo litúrgico, alguien con rostro triste y solemne empezó a echar montones de tierra sobre su tumba.
Gustave Moreau, Joven tracia llevando la cabeza de Orfeo |