Y así conversa vacilante consigo mismo. Que si no sabe qué hacer, que si le supone mucho esfuerzo soportar el peso del... que si luego esto, lo otro; caos y barahúnda mental, no se detiene, no se calla y no conoce el silencio. Piensa que su cabeza es un crisol de rituales crisopéyicos. No sabe a qué viene, pero lo piensa mientras continúa con su paseo.
Es de noche y se encuentra con el gato al que cuida siempre con leche tibia y galletitas. Esta vez no trae ninguna de las dos cosas para el minino y este le esquiva la mirada. Es oscuro como la noche y sus ojos verdes de una perversidad inocua. Tiene una silueta perfilada como un grabado egipcio. Él lo suele llamar Sirio, como la estrella.
Sirio, paradójicamente, es más zorro y se resguarda de la lluvia. A él no le importa mojarse ni sumergir sus pies en unos zapatos empapados ni que una gotita baje por su nariz y se balancee en su extremo ni que el vecino de una calle que desconoce le brame y le advierta de un inminente resfriado.
No, al él no le importa nada de eso. Parece la efigie de la desazón dirigiéndose a un túnel donde solo existe la oscuridad. Calígula le habla. Nerón le susurra. Sila le grita. Hace caso a todos.
Se detiene en un charco de agua y empieza a escrutar su rostro. Se acaricia los ojos con las manos entumecidas. Llueve y sus labios están fríos y cortados. Ahora parece que llora mirándose en ese espejo terrible. Observa por última vez y ve cómo la figura del charco se marcha.
Sappho, Charles Mengin (1877) |